«La Villa»

Dentro de unas cuantas semanas, el lugar donde vivo, Villa Mangomarca, celebrará un aniversario más de existencia. No tengo el dato preciso, pero tendrían que ser cerca de 20 años los que va a cumplir. Hago el cálculo tomando en cuenta que es el mismo tiempo que ha transcurrido desde que volví de Iquitos junto a mi familia. Apenas tenía cuatro años por entonces pero, como gran parte de mi niñez, recuerdo los inicios de «la Villa» como si fuera hoy, no ayer.

Muchos de los lugares con los que sueño actualmente, reinventados por lo más caprichoso de mi subconsciente, se asemejan bastante al que allá a inicios de los 90 era el aspecto de este recóndito lugar de la capital. Desolado, eriazo, lúgubre, cual cementerio que acababa de ser convertido en terreno residencial. De hecho, eso es precisamente la Villa: un ex cementerio urbanizado. No era el lugar donde yo hubiera esperado vivir una vez instalado en Lima. Ni por asomo compartía el brillo y los colores vívidos que adornan el paisaje selvático, bajo la bendición de la intensa luz del sol loretano.

Me detengo ahora en algunas fotografías que durante años he observado una y otra vez con entusiasmo y digo: «sí, en verdad así recuerdo este lugar». Tras aquella revisión, no me sorprende hoy que aquel «te vas a quedar a vivir con el abuelito, si no terminas tu almuerzo» de mi madre me crispara tanto los nervios. Quizás ella tuviera sus motivos para asumir que el lugar no me gustaba. Es probable que lo notara en mi rostro, en mi comportamiento, inusualmente tímido, cada vez que hacíamos las, en promedio, dos visitas mensuales a la casa de «el abuelito Octavio» y «la abuelita Julia».

Y no es que no fuera reservado, sino que permanecer un día entero aquí, en mi hoy querida Villa, exacerbaba ese mi rasgo distintivo. Me ponía en alerta permanente. Si se me hubiera dado por repetir insistentemente una palabra como quien aguantaba el trayecto de casi dos horas que hacía desde mi casa, en San Isidro, esta hubiera tenido que ser ‘desolación’. Tenía mis propios motivos para no querer venir hasta aquí, seguramente muy distintos a los de mi madre y de los que ella me atribuía.

Si bien no tengo preparada una lista de lo que me disgustaba de «la Villa» -a la cual yo identificaba, como la parte con el todo, con toda la urbanización de Mangomarca- me atrevo a resumir el motivo de mi rechazo en un solo punto: aprendizaje. ¿Que no me gusta aprender? Pues, cómo no. Nada más alejado de eso. El caso es que no lo sabía, no era consciente de que estaba aprendiendo, ni del hecho ni de la materia de estudio, al estilo de un niño que se resiste a ir al colegio.

Siempre me gustó mucho, desde que tengo uso de razón, la palabra ‘aprendizaje’. Sin embargo, sospecho que ese entusiasta aprecio fue también producto de un aleccionamiento, tan idealista como impregnado del placer proporcionado por el prestigio del aplauso y el elogio. Presumo también que, tema aparte el de mi cortedad de años e inocencia, esa sutil indiferencia al sufrimiento implícito en todo proceso de aprendizaje no me permitió entonces notar lo que muchos años después podía serme beneficioso de aquellas visitas obligadas a Mangomarca.

«¿Volveré a mi casa?, ¿por qué es tan vacío este lugar?, ¿por qué tienen que tomar tanto los adultos? ¿no pueden construir con cemento y no madera los abuelos? ¿por qué con una madera tan delgada (tripley)? ¿por qué se parecen tanto entre sí las casas de los vecinos? ¿Qué hay más allá de la reja que divide a la Villa de esa calle angosta donde compro mis chocolates?» Eran preguntas que poco a poco fueron hallando respuesta y provocando otras, a medida que iba creciendo y mi arrivo definitivo a «la Villa» se hacía inminente.

Vine, tantas veces como fue necesario, a aprender mucho. Los viajes son así, te enseñan, más o menos divertidamente. Con más o menos estrés. De hecho, visitar a los abuelos no era un viaje en el sentido estricto de la palabra. Pero para un niño de cinco, seis, siete y, luego, ocho años -edades en que sentí más esta villa como el lugar onírico que recuerdo- atravesar Lima, desde San Isidro, pasando por la congestionada y tumultuosa avenida Abancay, más allá de los confines de Barrios Altos, hasta San Juan de Lurigancho, sin dudas se veía como una travesía.Y si no me sentía Indiana Jones, era quizás porque los lugares a los que iba el buen ‘Indi’ sí me resultaban atractivos.

Pero tenía una lección que aprender, alguien ya me había matriculado en estas «clasecitas». Además, muy pocas cosas podían evitarme el suplicio de llegar a Mangomarca para el día de la Madre, del Padre, el cumpleaños del abuelo, de la abuela, Fiestas Patrias, Navidad y/o Año Nuevo. La adaptación era la clave, siempre lo fue, aunque mi nerviosismo e iseguridad interior me obligaran a preferir el camino corto: implorar por que no me lleven allá (o aquí, desde donde hoy escribo este post).

Finalmente, he llegado a interpretar la paradoja de terminar viviendo en donde menos quise alguna vez, como un arduo proceso de aprendizaje. «La Villa», y Mangomarca en general, no resultó ser el desolador confín limeño, desdibujado por mis miedos y acentuadamente enrarecido por la perspectiva de un niño que había pasado dos años en la cálida selva y vivía ya en el «ordenadito» San Isidro. Como hogar, este lugar puede ser genial y más acogedor que muchos otros barrios de la capital.

Los «viajes» al mundo surreal de mis miedos me fueron aterrizados en la figura de la Villa Mangomarca, la casa de los abuelos, el rinconcito limeño en forma de U bordeado por viejas lomas sin vegetación. Todo ese tiempo, cuando niño en edad escolar, no fue otra cosa que un ir y venir desde mi razón a mi subconsciente, y de este hacia mi razón.

Cuando adaptarse no depende más que de uno mismo es cuando de verdad se aprende a hacerlo. Si fuera posible figurarse el subconsicente como una suerte de cementerio donde yacen los restos de lo experimentado intensamente -temores incluídos- fue en «la Villa» en donde lo exhumé y me reconcilié con sus restos. Curiosamente, en este antiguo cementerio comunal.

Son casi las dos de la madrugada para cuando termino de escribir este post. Me veo años atrás, a esta misma hora, de la mano de mi madre, con mi padre algo pasado de copas y mi hermana menor, buscando un taxi para volver a casa. Hoy, esta es mi casa. Mi lugar seguro, mi guarida y mi quietud. Ya no huyo de aquí, ya no me aterra la idea de no regresar a mi hogar, porque Villa Mangomarca lo es ahora para mí. Quizás siga siendo tan desolado y callado como la conocí, pero ya no me es ajena. Como tampoco lo son mis sueños, ni mis temores, ni el origen de mis inseguridades.

Con los años, crecí -no solo en talla y peso- y me adapté. La frecuencia de aquellas visitas interdistritales se fue incrementando y una mixtura de acontecimientos determinó que llegara a vivir primero en Mangomarca y, luego, en la misma Villa. En el fondo, se me hace que el único refugio que necesité siempre fui yo mismo. La integración de mi partes conscientes e inconscientes; las que conocía y las que desconocía. El miedo es la mejor excusa que tenemos para no crecer, no conocernos y huir. Eso aprendí.